domingo, 22 de julio de 2007

Introducción a Isidore Ducasse o Conde de Lautréamont



Al claro de luna, cerca del mar, en los parajes de la campiña, uno ve, sumido en amargas reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la época en que me trasportaban las alas de la juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes
; y así como los elefantes, antes de morir, lanzan en el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus tormpas, dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que esta por parir, sea como un enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime, contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur, contra las estrellas al oeste, contra la luna contra las montañas parecidas desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el interior de las narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos cuyo vuelo sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el pico, alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus propios ladridos que a ellos mismos espantan, contra los sapos a los que trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente, constituyen otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que, no encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio con alas transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se encienden en los mástiles de navíos invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra los grandes peces que al nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida hundirse en las profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los sembrdíos, las hierbas y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia en busca de un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos espantan a la naturaleza toda. ¡Ay del viajero rezagado! Estos amigos de los cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, me dijo mi madre: "Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobretores; no te burles de lo que hacen: tienen sed insasiable de infinito, como tú, como yo, como todos los otros humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes ese espectáculo por demás sublime". Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito...Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y de mujer, según me han dicho. Lo que me deja asombrado...creía ser mas. Por otra parte, ¿qué me importa mi origen? De haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de hembra de tiburón, cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida: quizá no sería yo tan malo. Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres que recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, soliterio como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se levanta para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las denzas malezas que obstruyen la entrada: ¡ no veo nada! Nada... a no ser las hileras de aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro...¿Quién, entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo golpeara el yunque?

Extraído de "Los Cantos de Maldoror", Canto Primero, Estrofa Ocho.

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